XVII

Es una rama de olivo vulgar a los ojos de cualquiera, sin hojas, torcida hacia la mitad. Para aquellos gatos no era cualquier rama; todo lo contrario. Apreciaban la delgadez, la fina textura, la flexibilidad de la madera. Agitada por manos humanas, silbaba en el aire, casi dotada de viva; al rozar el suelo, era lo más parecido a una serpiente en movimiento. Nada más oír el siseo acudían y prestaban atención, alumnos aplicados al aire libre. Seguían con la mirada los movimientos hacia arriba y hacia abajo, de un lado a otro. Esperaban el momento en que tomara contacto con el suelo; un momento de concentración, de tiempo detenido, agazapados, y saltaban para capturarla. Era una auténtica fiesta, una celebración de la vida. La dicha completa consistía en asir la rama con las cuatro patas, tumbarse de lado o de espaldas, curvarla con cuidado, y mordisquear la punta. Era el éxtasis. La felicidad en la tierra. No eran los únicos amantes de la rama. La niña todavía no sabe caminar; la madre le aguanta los brazos mientras avanza erguida entre sus piernas. Va mirando el suelo. Normalmente no lo ve desde esta altura. Le gusta. Los pies tocan algo que le llama la atención. VE la misma rama tirada en el suelo. No otra, aquella. La ve y al instante la quiere. Deseo concedido. La coge entusiasmada como si en sus manos tuviera una varita mágica que puede conseguir cualquier cosa, transformación simultánea del mundo y del que la lleva. No para de moverla de izquierda a derecha, de arriba a abajo. No puede contener la emoción. Mirad lo que tengo. Habéis visto. Cómo se mueve. Más de uno tiene que apartarse para no ser alcanzado por la diestra espadachina. Ha descubierto algo nuevo. Algo maravilloso. No podemos ni imaginar lo que siente, lo que se imagina, quién se imagina y qué imagina estar haciendo. Es una pura fábula en acción. Se está inventando a sí misma, creando como el personaje de un cuento que todavía no ha leído. Todo de pronto es lo que es y otra cosa de lo que es. Nada es lo que parece. La magia inunda el mundo. Es un mundo mágico. La niña juega a ser, el juego del ser, mientras sostiene en la mano la espada inmaterial, invisible, con la que dibuja en el aire, en la nada, desde la nada, figuras inimaginables, mensajes indescifrables. La creación es obra de un niño. Está contenta. La rama le hace feliz. Qué suerte haberla encontrado. Entre risas intuye la doble naturaleza de la vida, el carrusel multicolor de la ausencia y la presencia, el temblor del tiempo. Disfruta de la mera existencia y del mero existir de las cosas. Quiere que lo sepamos. Quiere compartirlo. Hace notoria su alegría. Quiere que los demás también estén alegres. No hace falta un punto de apoyo sólido, pesado, para mover el mundo, tan sólo una ramita insignificante, torcida, pelada, una de tantas, única para quien sepa verla con otros ojos. La paloma, tras el diluvio, también llevaba una y sólo una rama de olivo cualquiera en el pico. No más.