III

Está lloviendo; pero a quién le asusta la lluvia. Un niño baja las escaleras, con el paraguas en la mano, y canta los días de la semana a medida que pisa los escalones. Un paso abajo, "¡Miércoles!", otro paso, "¡Jueves!", se para un momento, aparenta indecisión, mientras mira de reojo a su madre..., uno más, "¡Viernes!", así hasta saltar con los dos pies juntos en el último peldaño, meta final, y gritar con todas sus fuerzas: "¡Domingo!". Niño entre tantos, dios en los albores de la creación, que juega con las palabras como si fueran cosas y con las cosas como si fueran palabras, conjunción mágica de lo real y lo ideal, del deseo y la realidad, varita mágica que traza imágenes en el aire, envuelta en polvo de estrellas. Visión del mundo preadánica en la que es imposible discernir si la existencia del escalón prefigura la emisión de la palabra o el canto repetitivo conmima, sirve de conjuro para la eclosión del espacio, el despliegue de la escalera. Espacio y tiempo forman un todo, un sueño, un espejismo real que la voz del niño organiza a su antojo, al ritmo de las gotas de agua que caen del cielo, húmedas.